Credit: Bridget Killian

Usé una de las cuatro tabletas digitales que compartíamos dieciséis mujeres para ver a mi familia a través de una pantalla en el centro de detención de Dodge en Wisconsin. Pagaba veinticinco centavos por minuto para hablar con mi familia una vez a la semana. 

Mis sobrinos se veían mucho más grandes desde la última vez que los vi. “Tía Ana, ¿cuándo vuelves a casa? Creía que ya no ibas a estar en la cárcel”, me dijeron llorando. Mi sobrina me preguntó por qué no podía ir a su cumpleaños. La separación de mi familia y verlos llorar a través de una tableta me mataba por dentro.  

Inmigracion me detuvo después de haber cumplido doce años de prisión en el Centro Correccional Logan, en Illinois, por una condena en un caso en el que fui sobreviviente de abuso doméstico. En 2023, yo era una de las 39,748 personas que estaban encarceladas en un centro de detención de inmigrantes en los Estados Unidos. 

Tres meses después de salir de prisión, el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE, por sus siglas en inglés) llegó a una casa de transición en el sur de Chicago donde yo vivía. Se hicieron pasar por policías, me esposaron y me llevaron a la Cárcel del Condado de Dodge, en Wisconsin. Como los centros de detención de inmigrantes están prohibidos en Illinois tras la aprobación de la Ley Illinois Way Forward Act, me transfirieron y me detuvieron fuera del estado.

Después de haber estado detenida por ocho meses, estoy completamente segura que ningún ser humano debería recibir el castigo cruel e inusual que viven los inmigrantes detenidos por ICE.

La salud de una persona se deteriora en un centro de detención debido al ambiente opresivo. Imagínate estar encerrado en un espacio muy pequeño todo el día, sin acceso a alimentos nutritivos, sin higiene, pasando frío y sufriendo con tu salud mental. Era peor que la cárcel, ya que no había nada que hacer. No había actividades para la gente, acceso al aire fresco ni nada.

La mayor parte del día estábamos confinadas a una pequeña celda, siempre vigiladas por los agentes a través de las ventanillas polarizadas. Tenías que despertarte a las 5 de la mañana para poner tu pulsera junto a la ventanilla de la puerta de la celda para que los agentes pudieran comprobar tu presencia en esa celda. 

Sin poder ver ni salir afuera, se me había olvidado cómo se sentía el aire fresco y cómo luce un cielo soleado. La imposibilidad de moverme no sólo me afectó físicamente, sino mentalmente. Estaba ansiosa, tenía problemas para dormir y sufría crisis emocionales por, una vez más, estar lejos de mi familia y pensar que me podían deportar.

Aparte del desayuno, el almuerzo y la cena, estás encerrada en la celda todo el día.

No había intérpretes de español. Los agentes de inmigración les hablaban despectivamente a las personas que no sabían inglés. Decían que no entendían. A las que sólo hablaban español les resultaba difícil obtener ayuda para entender las cosas o buscar asistencia médica. 

Yo apenas hablo algo de español, pero me pedían constantemente que tradujera. Lo peor era traducir a los agentes de ICE con otras compañeras detenidas por las que no se podía hacer nada por ellas y que iban a ser deportadas al día siguiente o la semana que entra.

Un futuro incierto en un centro de detención de ICE induce aún más ansiedad y depresión, y no hay apoyo de salud mental. Ni siquiera se nos permitía consolarnos unas a otras con algo tan humano como un abrazo. Los abrazos, especialmente si eres parte de la comunidad LGBTQ+ como yo, no están permitidos porque los catalogan como agresión sexual. 

Ellos sabían que yo pertenecía a la comunidad LGBTQ+ porque cuando entras te preguntan cómo te identificas y luego lo usan en tu contra. Me dijeron que no podía abrazar a nadie.

Nos daban la comida por una pequeña apertura en la puerta y normalmente consistía de una barra de pan sin ningún aparente valor nutritivo, verduras enlatadas y carne de soya, la cual ha sido criticada en otras prisiones por ser un sustituto barato de la carne y porque podría tener efectos nocivos si se consume en grandes cantidades.

Sin duda, nos estábamos enfermando y el problema era parte de un patrón más grande de tratar a los inmigrantes como si no fueran humanos. La gente sufría dolores de estómago y digestión, y las personas con diabetes sufrían subidas de azúcar. Yo desarrollé una alergia a la soya que nunca había tenido en mi vida. Algunas personas también padecían irritaciones que decían no haber tenido nunca.

Según la Unión Estadounidense por las Libertades Civiles (ACLU, por sus siglas en inglés), las personas que se encuentran en las cárceles de Estados Unidos, incluyendo los centros de detención de inmigrantes, tienen seis veces más probabilidades de enfermarse por los alimentos que consumen comparado a las personas que se encuentran fuera de ellas.

Las instalaciones estaban muy frías y algunas de nosotras no contábamos con el apoyo económico de nuestros seres queridos de fuera para comprarnos ropa térmica, así que nos prestábamos o nos regalábamos ropa térmica unas a otras hasta que ese acto de solidaridad se prohibió en la cárcel.

Los agentes y el personal nos quitaban la ropa térmica y la tiraban a la basura si se enteraban que la habíamos compartido. Después de tirarla, nos comunicaron que ya no podíamos compartirla y que a quienes lo hicieran les darían un aviso porque era considerada una infracción. Cada quien tenía que comprar su propia ropa.

Sin embargo, no había dinero suficiente para conseguir ropa limpia y no podíamos comprar ropa interior. La ropa la recogían dos veces por semana para lavarla, pero a menudo recibíamos ropa interior que seguía sucia. Este es un ejemplo de la forma que el centro de detención se ahorra dinero a costa de nuestro bienestar.

Más del 90 por ciento de las personas detenidas por ICE se encuentran en un centro privado, lo que significa que su detención produce mayores ganancias para las empresas. Sus vidas están a la merced de este sistema al que no parece importarle si viven o mueren. El confinamiento y sus condiciones impiden que las personas puedan recuperarse o rehabilitarse.

La criminalización de los inmigrantes es un negocio. Cuando nos encarcelan, el gobierno se beneficia. Nos cobran por las llamadas fuera del estado o internacionales. Los condados también reciben dinero de los gobiernos por tenernos allí. Es negocio tras negocio. Es un círculo de dinero.

Ni siquiera la política de ICE enfocada en las víctimas les impide ir tras las sobrevivientes de la violencia, la trata o la violencia doméstica.

Soy una sobreviviente criminalizada. Para los lectores que no estén familiarizados con el término, ser sobreviviente criminalizado implica ser una víctima de un delito que, en lugar de recibir apoyo, es castigada y culpada por el sistema penal. Las personas de comunidades raciales y étnicas o poblaciones marginadas enfrentan retos adicionales a la hora de buscar seguridad y recibir ayuda.

De hecho, muchas mujeres con antecedentes de violencia de género acaban siendo encarceladas. Según la ACLU, el 94 por ciento de la población reclusa femenina ha sufrido algún tipo de abuso físico o sexual en el pasado.

Tenemos que levantarnos y seguir abogando por la abolición de los centros de detención en todo el país. El dinero de los contribuyentes no debería destinarse a algo tan inhumano.

Nota de la editora: ICE se negó a responder a preguntas específicas para este artículo de opinión y nos refirió a las pautas federales sobre los estándares de detención del año 2000.

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Ana Navarro es una sobreviviente queer e indocumentada que fue criminalizada a los 19 años. Navarro es artista, defensora, ávida lectora y forma parte de la organización Comunidades Contra las Deportaciones y es becaria del programa de justicia para mujeres, Women’s Justice Institute.

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